Mala praxis en el seguimiento de embarazos de alto riesgo

El embarazo, incluso cuando transcurre dentro de la normalidad, exige una atención médica constante y precisa. Pero cuando entra en la categoría de alto riesgo, ese nivel de vigilancia se transforma en una necesidad crítica. No se trata solo de controlar, sino de anticiparse; de tomar decisiones que no siempre permiten segundas oportunidades. Cada semana cuenta, cada síntoma importa, y cada intervención puede marcar una diferencia irreversible. No hay espacio para la rutina, ni para aplicar protocolos de forma mecánica. El seguimiento debe ser personalizado, continuo y sensible al más mínimo indicio de desviación del curso esperado.

 

¿Qué define un embarazo de alto riesgo?

No se trata solo de una etiqueta clínica. La categoría de “alto riesgo” implica que existe una probabilidad significativamente mayor de que se presenten complicaciones, ya sea por antecedentes maternos, condiciones médicas preexistentes, problemas detectados en el desarrollo fetal o alteraciones que surgen durante la gestación. Pero lo importante no es la etiqueta, sino lo que exige: una vigilancia más exhaustiva, un seguimiento más frecuente y una respuesta médica más afinada.

El verdadero riesgo no es tanto la condición clínica en sí, sino cómo se gestiona. Porque un embarazo con complicaciones no tiene por qué acabar mal, pero uno mal seguido tiene muchas más probabilidades de hacerlo.

 

Cuando el seguimiento falla: los puntos ciegos de la práctica clínica

Uno de los problemas más graves en el abordaje de embarazos de alto riesgo es la desconexión entre la teoría clínica y la práctica asistencial. La mala praxis no suele manifestarse en una gran decisión errónea, sino en una cadena de pequeñas omisiones: una ecografía que se posterga, una analítica que no se revisa, un síntoma que se minimiza, un signo de alarma que se normaliza, etc.

En estos contextos, el profesional sanitario no solo debe ser técnicamente competente, sino estar entrenado para detectar patrones sutiles de desviación. La interpretación de los datos clínicos no puede limitarse a lo evidente: en obstetricia, muchas complicaciones evolucionan en silencio hasta que el margen de actuación se ha reducido a casi nada.

La negligencia, en estos casos, se gesta muchas veces en la falta de continuidad del seguimiento, en la pérdida de información entre distintos niveles asistenciales o en la trivialización de riesgos ya identificados. La fragmentación del sistema sanitario también tiene un peso enorme: cuando no hay una coordinación efectiva entre atención primaria, especialistas y unidades hospitalarias, el embarazo de alto riesgo deja de estar verdaderamente controlado, aunque esté supuestamente “seguido”.

 

Diagnóstico tardío: cuando el tiempo se convierte en adversario

En medicina maternofetal, pocas cosas son tan peligrosas como llegar tarde. Un retraso de días —o incluso de horas— en la detección de ciertas patologías puede ser la diferencia entre intervenir a tiempo o enfrentarse a complicaciones irreversibles.

La preeclampsia, las infecciones intrauterinas, el crecimiento intrauterino restringido o la rotura prematura de membranas son solo algunos ejemplos de situaciones en las que el diagnóstico precoz es absolutamente esencial.

Aquí es donde la mala praxis médica se vuelve más sutil y más difícil de rastrear. No se trata de que no se haya detectado una anomalía, sino de que se detectó tarde, o no se interpretó con la gravedad que merecía. Y en muchos casos, esa falta de reacción no responde a una ignorancia médica, sino a una cultura clínica que subestima la complejidad del riesgo.

 

La cultura del “todo va bien” y sus consecuencias

Una de las mayores trampas en el seguimiento de embarazos de alto riesgo es la narrativa tranquilizadora. Se tiende a normalizar, a restar importancia, a evitar generar alarma. En parte, por una buena intención: proteger emocionalmente a la gestante. Pero en muchos casos, ese discurso desactiva señales que deberían poner en marcha protocolos más intensivos de vigilancia o intervención.

Esa actitud puede crear una falsa sensación de seguridad que posterga decisiones críticas. Y cuando finalmente se actúa, ya no se está previniendo una complicación: se está intentando contener sus consecuencias.

Lo preocupante es que esta normalización del riesgo no solo ocurre a nivel individual, sino también institucional. Si los centros sanitarios no disponen de recursos suficientes, si las consultas son apresuradas, si no se garantiza la formación específica del personal en embarazo patológico, se crean las condiciones ideales para que las negligencias no sean la excepción, sino la consecuencia lógica de un sistema mal preparado para atender lo complejo.

 

La mala praxis no siempre identifica un error, a veces se trata de una omisión

No siempre es lo que se hizo, sino lo que no se hizo. En obstetricia, muchas negligencias son actos fallidos de prevención. Falta de seguimiento especializado, omisión de pruebas diagnósticas, falta de derivación a un nivel de atención adecuado… Todo eso no tiene la apariencia dramática de un error quirúrgico, pero puede tener un impacto igual o mayor.

La falta de acción —cuando hay indicios de que algo no va bien— es una forma silenciosa pero contundente de negligencia médica. Y suele ser más difícil de detectar, porque se esconde en lo cotidiano, en lo que no se documenta, en lo que no se cuestiona.

 

Cuando una mujer deposita su salud —y la de su bebé— en manos del sistema sanitario, lo hace confiando en que ese sistema sabrá actuar con competencia, con rapidez y con sensibilidad. Esa confianza se construye en cada revisión, en cada exploración, en cada decisión clínica. Y se rompe cuando, por descuido o desorganización, se pierde la oportunidad de prevenir lo que sí se podía haber evitado.

Las negligencias médicas en embarazos de alto riesgo no siempre se ven venir, pero siempre dejan una huella. No solo física, sino emocional y moral. Porque en estos casos, la medicina no solo falla como ciencia: falla como promesa.

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